Entre plásticos y mándalas


Esta semana, crucé el Golfo con mi familia para disfrutar un día en la playa. Desde días antes, me sentía ilusionada. Mi plan era sencillo y profundo: crear un mándala con elementos que encontrara en la naturaleza, un pequeño ritual que suelo hacer como tributo a la vida.

Llegamos a una playa hermosa, con el mar susurrando olas tranquilas… pero la belleza se quebró en mi pecho al verla cubierta de plástico.

Hace años, solía enojarme muchísimo cada vez que encontraba botellas, envoltorios o basura tirada en la calle. Me indignaba pensar en quién había podido dejarla ahí. Hasta que un día me di cuenta de algo: mi enojo no limpiaba nada. Dejarla ahí porque “no era mi basura” no ayudaba. Este planeta es mi hogar. Nuestro hogar.

Así que, entre buscar conchas y palitos para mi mándala, empecé también a recoger trozos de plástico. Mi idea inicial era rendir homenaje a la vida con un mándala… pero pronto algo cambió en mí. Perdí el interés por la creación artística y sentí un llamado más fuerte: recoger residuos.

Sabía que no podría limpiar toda la playa. Pero también sabía que cada pequeña acción cuenta. Mientras me agachaba una y otra vez, mis rodillas rozando la arena, pensé que cada movimiento era una forma silenciosa de honrar la vida.

Entre suelas de zapatos, cepillos de dientes y juguetes olvidados, me invadió una pregunta:

¿A quién le pertenecía este zapato? ¿Qué historia guardaba este juguete?

Fue entonces cuando me llegó la palabra “humanidad compartida.”

En psicología hablamos mucho de esto: estamos profundamente interconectados. Tus acciones y las mías se entrelazan y dejan huellas en el mundo. Somos parte de una gran familia humana, donde lo que hacemos —o dejamos de hacer— impacta en los demás.

En medio de mi recolección, un local se me acercó y me dijo:

“Esto es de nunca acabar.”

Tenía razón. Pero recordé las palabras de la Madre Teresa:

“A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara esa gota.”

Un rato después, vi a un niño imitándome. Luego se unió mi madre, con sus 80 años y su fuerza silenciosa. Tres generaciones, inclinadas hacia la arena, trabajando por un bien común. Así es como se siembran cambios: con pequeños gestos que inspiran a otros.

Al final de un par de horas, la playa se veía un poquito más limpia. Y mi enojo se había transformado en energía de cambio.

Hoy me sigo preguntando:

¿Qué hago cuando algo me duele o me enoja? ¿Me quedo paralizada o busco transformarlo?

Porque a veces basta una pequeña acción, una rodilla en la arena, para recordarnos que cada una de nosotras tiene el poder de ser esa gota que hace la diferencia.

Y tú… ¿qué pequeña acción quieres emprender hoy para cambiar tu mundo

Mandala de elementos naturales y residuos humanos.

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