En febrero de 2022, el mismo día en que celebrábamos el cumpleaños de mi sobrino Adrián, falleció mi tía Vicky.
Recuerdo con claridad la mezcla desconcertante de celebración y pérdida. En medio de esa paradoja, lo único que tenía claro era que debía estar junto a mi madre. Ella acababa de perder a una de las personas más significativas de su vida. Aunque mi tía también era muy importante para mí, lo que más me dolía era ver a mi madre enfrentando un dolor tan profundo.
Esa tarde, la vi llorar. Son pocas las veces que la he visto así. En algún momento, alguien se le acercó y, desde su perspectiva religiosa, intentó consolarla con un comentario que, aunque bien intencionado, resultó dolorosamente inapropiado: le insinuó que no debía sufrir, que debía estar
celebrando porque, según su fe, la muerte es un paso hacia un lugar mejor.
Ese momento se quedó conmigo durante días.
Desde la mirada budista, el sufrimiento es parte inevitable de la existencia. La vejez, la enfermedad y la muerte tocan tarde o temprano a nuestra puerta. Ante esa realidad, uno de los principios fundamentales es la compasión, entendida como “la sensibilidad hacia el sufrimiento propio y ajeno, con el compromiso de aliviarlo y prevenirlo” (Gilbert, 2018, p. 10). La forma en que
nos relacionamos con el sufrimiento —el nuestro y el del otro— lo transforma todo.
Con el tiempo, he comprendido que, en los momentos más difíciles, lo más compasivo que puedo ofrecer es una presencia auténtica, sostenida por tres actitudes esenciales: empatía, autenticidad y aceptación incondicional. Estas condiciones provienen del Enfoque Centrado en la Persona, desarrollado por Carl Rogers, una visión terapéutica que pone en el centro la experiencia subjetiva del individuo. (Rogers, 1957)
Viene a mi mente una clase con la profesora Laura Martinez, tanatóloga (campo de la psicología que se especializa en el estudio de duelo) que se quedó grabada en mí:
“Estar frente al sufrimiento de otro ser humano es como entrar en un templo. No puedes cambiar lo que hay ahí dentro, pero puedes entrar con respeto, en silencio, ofreciendo tu presencia como bálsamo.”
Como terapeuta, he tenido el privilegio de acompañar a personas en esos templos sagrados del dolor. Recuerdo con especial claridad a una mujer de más de 52 años que acudió a terapia tras la muerte repentina de su sobrina. No había podido despedirse.
Durante las primeras sesiones, sus lágrimas eran incontrolables. Yo sabía que mi papel no era hablar, ni intentar aliviar su dolor con frases hechas, sino estar ahí, plenamente presente, desde la mirada rogeriana. Cada encuentro era una entrada respetuosa a su espacio íntimo de duelo. Mis intervenciones principalmente eran: reflejar lo que ella traía, para que pudiera seguir explorando su mundo interno.
Con el tiempo, ese espacio se fue llenando de luz. Fui testigo de cómo logro resignificar su pérdida. Su energía vital fue regresando poco a poco.
En una sesión, la invite a escribir una carta a su sobrina, para decirle todo aquello que no había podido expresar. En el siguiente encuentro, encendió una vela y leyó la carta en voz alta. Fue un momento profundamente conmovedor. Al cerrar el proceso terapéutico, me compartió que ahora ella también acompañaba a otros familiares en sus propios duelos. Tiempo después, me envió una foto de un pequeño tatuaje que se hizo en honor a su sobrina.
Hay momentos en los que, como psicoterapeuta, me siento sin palabras. No sé por dónde comenzar. Pero entonces recuerdo que siempre puedo ofrecer algo esencial: una presencia humana, sensible y compasiva. La mirada rogeriana, apartir de alli todo cobra sentido.
Imagenes de Libro Kintsugi Issa Watanabe.
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Gilbert, P. (2018). La mente compasiva. Editorial Elefhanteria
Rogers, CR (1957). Las condiciones necesarias y suficientes para el cambioterapéutico de la personalidad. Journal of Consulting Psychology, 21 (2),95 -103. https://doi.org/10.1037/h0045357