La autocrítica, ese susurro interior que a veces se transforma en grito, suele aparecer cuando
menos lo esperamos. Se presenta como una voz conocida —demasiado conocida— que
enfatiza con dureza nuestros errores, nuestras emociones, incluso nuestros pensamientos. Es la voz que no perdona ni olvida, que aparece en los momentos de vulnerabilidad para señalarnos con el dedo.
Recuerdo una escena que se quedó grabada en mi memoria: estaba sembrando árboles junto a un grupo de mi comunidad. Había plantado once con alegría y cuidado. Pero al intentar sacar el número doce de su bolsa, rompí accidentalmente sus raíces. Y entonces, sin previo aviso, esa voz apareció:"¡Pero ¡qué inútil eres! Ni siquiera puedes sembrar un árbol bien…"
Me quedé helada. Sorprendida. Herida.
Esa voz no era nueva. Era la misma que me regañaba de niña por tener dificultades de aprendizaje. Una voz que aprendí a escuchar desde muy temprano, como muchas personas que han crecido bajo exigencias silenciosas o explícitas.
La autocrítica no nace sola. Se va formando con los años, muchas veces como resultado de estilos de crianza donde los comentarios duros no se hacen por maldad, sino —según se dice— para “prepararnos para la vida”. A eso se suma el sistema educativo que premia la perfección y castiga el error. Así, cuando llegamos a la adultez, ya no necesitamos que nadie nos critique: hemos aprendido a hacerlo por nuestra cuenta. Y lo hacemos muy bien.
Es importante recordar que somos mamíferos: necesitamos del grupo, del vínculo, de la pertenencia. Desde pequeños, aprender a agradar es una estrategia de supervivencia. La autocrítica, entonces, puede parecer una forma de “adaptarnos”, de corregirnos para encajar. Pero, cuando se vuelve una voz constante y cruel, deja de protegernos y comienza a herirnos.
En mi experiencia clínica, encuentro que muchas personas cargan con un crítico interno implacable. Escucho con frecuencia frases como: “Soy un fracaso”, “algo está mal en mí”, “no sirvo para nada”.
Estas afirmaciones vienen acompañadas de vergüenza, culpa, y una profunda sensación de no ser suficientes.
Desde el enfoque que trabajo, invito a explorar a ese crítico con herramientas como el focusing. Le damos un espacio en el cuerpo, lo sentimos, lo nombramos: “algo dentro de mí piensa que soy un desastre”, al hacerlo, abrimos un espacio para que algo nuevo pueda surgir.
También lo abordamos desde el arte: ¿qué forma tiene esa voz?, ¿de qué color es?, ¿qué textura?, ¿cómo se movería si la bailaras? Cuando le damos expresión, esa voz deja de ser un monstruo invisible para convertirse en algo con lo que podemos dialogar, comprender e incluso transformar.
Porque sí, el crítico interior también quiere protegernos. Pero muchas veces lo hace desde un lugar de miedo, de experiencia no elaborada. Aprender a mediar entre esa voz y nuestra parte compasiva es una tarea profunda, paciente y amorosa.
Volviendo al día de la siembra: justo después del grito interior, apareció otra voz. Mi coach compasivo me recordó suavemente que ya había sembrado once árboles. Y que tal vez ocho, o diez, sobrevivirían. Que estaba haciendo algo hermoso.
Hoy puedo decir que, con el tiempo, he aprendido a reconocer ambas voces: la que juzga y la que abraza. Escuchar a mi parte compasiva, sensible y llena de ternura ha sido un proceso largo. Pero profundamente humano. Porque equivocarse es parte de vivir. Y aprender a tratarnos con más amabilidad, también. Si sientes que tu voz interna se ha vuelto una carga en lugar de una guía, no
estás sola. Explorarla con curiosidad, arte y compasión puede abrirte caminos nuevos hacia el bienestar.
Te invito a iniciar ese viaje a tu ritmo, con acompañamiento y sin juicio. Tu historia merece ser escuchada con ternura. Y tú, con todo lo que eres, mereces habitarte con más calma y amor
.Imagen de Rosario Gallego, Pintura Chilena.

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